Yo los tengo en mi memoria desde siempre porque
desde muy pequeñita los veía llegar a la escuela con regalos para todos, buenos
regalos hasta para los profesores.
Cuando yo llegaba a mi casa con esos buenos regalos, mis papás no decían
nada, apenas sonreían, para ellos era algo muy normal.
Este día nunca lo olvidaré. Mi mamá me despertó a las 5 de la madrugada
cantándome las mañanitas; ese era el día de mi noveno cumpleaños. Yo estaba especialmente feliz; cuando mi mamá
me dejó en la escuela a las 6:30 de la mañana, inocentes ambas de la cruel
trampa que sería mi natalicio número 9, me abrazó fuertemente, me repitió el
feliz cumpleaños y nos despedimos sonrientes y felices porque esperábamos
vernos a la hora del almuerzo para celebrar en familia y con amigos.
Cuando se llegó la hora del recreo, yo fui la
primera en salir corriendo del salón de clase; salí feliz porque la vi a ella y
me di cuenta que me estaba esperando, llevaba un regalo… metí la carrera, pegué un brinco y me arrojé
en sus brazos. “Feliz cumpleaños,
muñeca”, me dijo con voz tierna mientras apretaba mi cara contra la suya. Yo recibí mi regalo, feliz y sin darme cuenta
que estaba mordiendo la manzana envenenada.
Ella se sentó a mi lado y, en tanto que yo disfrutaba orgullosa de mi
muñeca, me dijo: “con los otros muchachos te tenemos preparada una gran fiesta
de cumpleaños…”. Yo solo brincaba de la
dicha, sin saber que estaba cavando la tumba para enterrar mi niñez y mi
adolescencia; a mis nueve años, era imposible calcular que estaba viviendo los
últimos instantes felices de mi vida.
“Vamos, vamos que se nos hace tarde”, me dijo
apurada; yo contesté: “no, primero tengo que pedirle permiso a mi mamá ahora
que venga por mí” …; “no te preocupes, muñeca; yo ya le pedí permiso para que
fueras a tu fiesta, es más, ella nos está esperando allá”, me dijo,
cariñosamente. Yo le creí y salí con
ella de la escuela, delante de todo el mundo.
Los profesores también se dieron cuenta que yo salí y me fui con
Doris. Todos la conocían y todos, hasta
los profesores, se dieron cuenta que yo me fui con ella.
Aunque el camino me era totalmente desconocido,
yo iba inmediblemente feliz, sin saber que estaba a punto de sepultar mi
inocencia, mi ilusión y mi esperanza.
Abrazada a mi fina y hermosa muñeca, repentinamente me entraron unas
ansias, una angustia por llegar allá, donde mi mamá me esperaba para celebrar
mi noveno cumpleaños con los otros muchachos.
El camino se iba poniendo cada vez más difícil; con una mano yo apretaba
mi muñeca contra mi pecho y con la otra tomaba la mano de Doris; después de
mucho, mucho caminar, pregunté: ¿esto cómo se llama, falta mucho para llegar?;
yo no conozco este lugar, quiero ver ya a mi mamá, dije tímidamente. Doris me contestó secamente: “esto es la
selva y sí, si falta mucho para llegar”.
Luego de esto, nos sentamos a descansar un rato.
En medio de mi inocencia, ya me estaba pareciendo
que Doris no era tan cariñosa conmigo y sentí un poco de inseguridad. Sin embargo, me callé esta percepción y
continué, ahora en silencio, hasta el lugar, aquel lugar donde enterré la
última sonrisa de mi vida; el mismo lugar donde nació mi llanto eterno.
Inolvidable… en el mismo instante en que llegué
murió mi sonrisa y no supe que con ella se iba también, mi niñez y mi
vida. Un extraño e inexplicable temor se
apoderó de mí; una sensación de inseguridad y angustia me obligaron a gritar:
“MAMÁ, MAMÁ”, pero mi amargo llanto y mi estúpido grito tuvieron una respuesta
seca e inhumana: “no, su mamá no está aquí y me dejó la chilladera ya mismo” ,
era la voz de Doris, la desconocida Doris, la verdadera Doris que con engaños
me había llevado hasta este tenebroso lugar donde lo único que yo veía eran un
poco de hombres y mujeres armados. No me
volví a acordar de fiestas de cumpleaños; yo solamente sentía la necesidad de
ver y estar con mi mamá, era la única que podía protegerme y defenderme. Pero, por más tenebroso que fuera ese miedo,
con tan poquiticos años de vida, era imposible adivinar, ni siquiera medio
intuir o calcular, el horror y la maldad humana que tendría que sufrir y
padecer mientras lloraba a diario pidiendo que me llevaran donde mi mamá.
En medio de la angustia y la desesperanza,
transcurrían mis días y mis noches totalmente desamparada; lo único que deseaba
era la protección de mi mamá; lloraba todo el día de todos los días. Pensándolo bien, por esos días yo era más
bien un estorbo, no era mucho lo que podía hacer porque me la pasaba en
cualquiera rincón llorando, siempre llorando.
De esta época de mi niñez frustrada, tan solo puedo recordar horrores ya
que me obligaron a ser testigo de todo tipo de torturas y crueldades.
Un día me mandaron con un grupo de hombres, no
sé quiénes eran ni siquiera sabía sus nombres, a una misión. Uno de ellos me tomó de la mano y los tuve
que seguir para presenciar el hecho más horripilante y siniestro que pueda
cometer un ser humano, con un mínimo de raciocinio, contra un semejante.
Tan solo me di cuenta en qué consistía la tal
misión cuando llegamos al sitio a recoger el cadáver de uno de los hombres de
esta asquerosa organización que había sido fusilado cuando intentó
desertar. La sorpresa que sentí al ver
un cadáver la manifesté con un grito de espanto; me puse a llorar e intenté
salir corriendo, para dónde, no sé; sin embargo, uno de estos hombres me tomó
bruscamente por un brazo y me obligó a quedarme. Había que llevar el cuerpo ante el
comandante…
Me obligaron a ver cómo lo descuartizaban para
empacarlo en bolsas y llevarlo al comandante del frente. Con hacha y machete, entre dos o tres hombres
picaban este cuerpo por cada una de las articulaciones, mientras yo simplemente
lloraba y observaba la desalmada escena, absolutamente horrorizada, sin intuir
siquiera que esto no era lo peor del día; no podía imaginar que esto era apenas
el preámbulo de la más aterradora y despiadada tortura a una niña de 9 años.
Una vez hecho pedazos este esqueleto empezaron
a empacarlo en las bolsas plásticas, pero estas no alcanzaron, quedando por
fuera los pies, las manos y los brazos, sin embargo, tenían la orden de
llevarlo completo. Fue entonces cuando
uno de aquellos hombres, sorpresivamente me arrebató mi morral; yo, inocente de
nueve años, opuse toda mi escaza resistencia a que mi morral fuera utilizado
para algo tan macabro; obviamente y sin importar mis gritos ni mis lágrimas, me
lo quitaron y ahí empacaron estos restos humanos. Mientras yo lloraba repugnada y horrorizada
por mi morral, no alcanzaba a imaginar que podía haber algo un poquito más
macabro.
Me resistí mucho más allá de mis frágiles y
debilitadas fuerzas; grité tanto, como con la ilusión de que alguien pudiera
salvarme, con la esperanza de ver a mi mamá defendiéndome para que no me
obligaran a cargar ese morral a mi espalda; pero estos gritos capaces de
extraer de mis entrañas todo el terror que pueda acumular y calcular cualquier
persona, solo sirvieron de alimento para nutrir todo el sadismo que, de igual
manera, pueda acumular y calcular cualquier persona. Derrotada, con la inocente angustia de que
esas manos que allí llevaba me iban a ahorcar, cargué mi morral en mis espaldas
hasta donde estaba el comandante, sin pronunciar una sola palabra durante todo
el camino. Con el tiempo supe que esta
era una práctica recurrente dentro de la maldita organización para deshumanizar
a los niños.
Pero poco a poco, yo solita fui entendiendo la
situación y jamás volví a hablar con alguien; ¿resignada? Tal vez, no lo sé; en
mi mente solo estaba mi mamá, era en la única persona en la que podía confiar
para contarle lo que me estaba sucediendo porque era la única que me iba a
defender y proteger. A mi corta edad, ya
sin lágrimas y sin sonrisas, cuando pensaba que había superado los miedos más
horrendos a fuerza de vivirlos, no podía imaginar que aún me faltaban más
crueldades por experimentar en mi propia piel, en mi propia carne y sin que
alguien me lo contara.
Cuando tenía once años, Doris me mandó con
Oscar al monte para que ayudara a traer una leña. Sin decir una palabra, obedecí la orden y me
fui con este hombre a quien no conocía, o no quería conocer, no sé. A decir verdad, no sentí desconfianza, parecía
ser un señor serio. Pero si algún
sentimiento me faltaba por escarmentar en esta tortura que yo estaba padeciendo
hacía ya dos años, indudablemente era el asco y la repugnancia; el desprecio y
el rechazo por todo aquello que se pareciera a la humanidad lo viví en esta
ocasión con este detestable personaje.
Debía ser más o menos el medio día cuando
terminamos, o más bien terminó este asqueroso porque yo no hice mucho, de
recoger, apilar y amarrar la leña; entonces el abominable se sentó bajo la sombra de un frondoso árbol, justo al
frente de donde yo estaba parada con la
mirada perdida; sin ver y sin mirar solo escuché, sin darle la menor
importancia, que me dijo: “chillona venga”; sin siquiera mirarlo, di dos pasos
hacia este maldito; sin malicia y ya sin temor, observé cómo el maldecido se
levantó al tiempo que me repetía la perentoria orden: “que vengás”, me gritó
justo en el momento en que llegaba hasta mí; me tomó bruscamente por mi brazo
derecho, me sacudió violentamente y me dijo: “además de chillona, sorda?”. Yo permanecí callada, en este instante
percibí mi orfandad como nunca antes.
Sí, éste fue el preludio de la cruel atrocidad.
Sin decir más, me levantó en sus brazos y
empezó a “besarme” el cuello mientras buscaba un lugar donde sentarse conmigo
en sus brazos. Entretanto yo,
desconociendo mi orfandad y mi abandono, gritaba mi asco e inapetencia ante la
sordera de la majestuosa selva. Sin
dejar de resistirme ni de llorar, escuché cuando el maldito me dijo: “bueno
mamita, o es por las buenas o es por las malas”. El inhumano dolor físico es superable porque
es pasajero, sin embargo, el asco y la repugnancia son eternos.
Lloré durante todo el camino de regreso al
campamento; Doris me vio llorando cuando llegué y entonces preguntó, con un
tono de burla: “y a esta qué le pasa, por qué viene chillando?” ; él contestó
riéndose: “pues que le dio mamitis, usted ya sabe que ella chilla por
todo”. Yo no tuve otra opción que
guardar silencio porque ya él me había advertido que a nadie le podía contar y
menos a su mujer. Ahí me enteré que
Doris era su mujer.
En medio del desamparo más cruel, me sumergí en
mí; tan solo me animaba la ilusión de volver a ver a mi mamá para contarle lo
que me pasaba allí; inmersa en mi soledad ya no lloraba y mucho menos hablaba;
si me decían venga, iba y si me decían vaya, también. Así pasaron algo más de dos años, hasta que
apareció la nauseabunda bestia.
Ya cumplidos los 13 añitos, algún día Doris me envió
a llevar un almuerzo especial a unos dos kilómetros del campamento donde
estábamos. Como siempre ni pregunté, ni
comenté; simplemente obedecí inocente, totalmente desprevenida.
A nadie me encontré durante todo este recorrido,
tampoco vi a alguna persona al llegar a la casucha; entré muda; dejé el
portacomidas sobre una mesa y cuando me giré para salir del rancho e iniciar mi
camino de retorno al campamento, el repugnante animal estaba ahí parado en la
puerta, mirándome extrañamente; no sé cómo me miraba, pero no puedo negar que
me impresionó tanto que me quedé inmóvil físicamente y con la mente en blanco.
Sin reacción alguna de mi parte, con una
pasividad más reflejo de la repulsión que de la inapetencia, el maldito me tomó
en sus brazos y me violó por segunda y última vez… Regresé al campamento sin decir una sola
palabra, no tenía a quien comentarle…
Mis días transcurrían normalmente, sin
palabras; sin pensamientos de esperanza o de amargura, nada. Un día que yo estaba con Doris, pelando unos
plátanos en la cocina, de repente sentí un mareo que no pude ocultar porque trastabille
y esta mujer se dio cuenta; entonces me dijo: “a usted qué le pasa chillona, no
me vaya a salir con que está preñada?” … yo no había caído en cuenta de esto, a
mis escasos 13 años. Me quedé pensando;
casi, casi ilusionada, sonreí. Vanamente
ilusionada, escuché cuando Doris le dijo a Oscar: “ve, llevá a la chillona donde
el médico; parece que tiene problemas”.
Obviamente, yo no entendía que este era un mensaje cifrado; ya me estaba
poniendo contenta; durante todo el camino yo me acariciaba mi barriga. Lo único que me dijo Oscar, durante todo este
recorrido, fue: “no le vas a decir a Doris lo que pasó porque te mato a vos y
mato a tu mamá” … No me importó, yo no
había pensado en decir lo sucedido.
Llegamos a un cuarto inmundo, todo era desorden
y mugre; un tipo mal encarado me hizo el aborto, sin conmoverse por mis gritos
de dolor y horror. Regresé al campamento
y nunca más volví a hablar y a sonreír, menos. Sin saber lo que era sentir una
esperanza o tener una ilusión, transcurrieron unos dos años de mi vida como
cadáver ambulante. Indeseadamente sucede
algo anormal, muy normal.
Después de que cumplí los 15 años y aunque
nunca volví a ver al fétido Oscar, repentinamente muchos de esos hombres
empezaron a violarme; eran dos y hasta tres violaciones por semana. Superado el dolor físico, ya no me quedaba
más qué sentir sino fastidio y aversión.
Sin embargo, por unos pocos días volví a pensar, ya no con tanta
inocencia, ahora sí con un poco de cálculo.
Cuando empecé a sentir mareos y nauseas,
comprendí que tenía que ocultarlo; mi propósito era proteger a mi hijo hasta
con mi vida. ... Pero mi vida fue escasa
para defenderlo. Era obvio, ya estaba
muy barrigona porque ya tenía seis meses de embarazo. Entonces, Doris me obligó a ir donde el
médico y ante mi contundente negativa, me dio un latigazo en la espalda
suficiente para desmayarme inmediatamente.
Cuando desperté en aquella inmunda cama que yo ya conocía, bañada en
sangre y frente a aquel aborrecido médico, que yo también ya conocía, este me
preguntó: “cómo se siente” ?; mi silencio fue la evidencia…
Basado en el testimonio público de una
desertora de las farc, en el programa “LA NOCHE” con JEFERSON BELTRAN, del
canal privado de televisión internacional “N T N 24”.